En Madrid, el jueves 24 de julio a las 22 horas, la ciudad se detenía. El cielo aún retenía ese azul profundo que se resiste a apagarse del todo en las noches de verano, mientras el público tomaba asiento en el corazón del Cuartel de Conde Duque para recibir a El Quinteto Astor Piazzolla. El histórico recinto, con su mezcla de piedra sobria y alma reformada, se ha convertido en uno de los enclaves más queridos de Los Veranos de la Villa, un ciclo que llega este año a su 41ª edición con la misma energía, criterio y buen gusto de siempre.
En el patio central, íntimo y monumental, el escenario estaba dispuesto con una elegancia contenida: piano de cola a la izquierda, guitarra eléctrica, contrabajo hacia el fondo, el violín al extremo derecho, y en el centro, ligeramente elevado, el altar del bandoneón. Silencio expectante. Luces encendidas. Y con aplausos ingresó el Quinteto Astor Piazzolla.
Comienza el viaje: del fuelle al alma
El arranque fue con Tres minutos con la realidad, y no pudieron haber elegido mejor título para abrir la noche. En cuanto la pieza comenzó, quedó claro que este no iba a ser un espectáculo de tango al uso, sino una exploración emocional, sonora, casi ritual. El bandoneón marcaba el pulso, pero era el conjunto el que respiraba al unísono. La energía era magnética: como si cada nota estuviera trazando un mapa invisible hacia algún rincón del alma.

La formación —con más de 25 años de trayectoria y premios Grammy Latin bajo el brazo— no necesita adornos. Cada integrante sabe ocupar su lugar y aportar desde la maestría. El violín, afilado y dramático; la guitarra eléctrica, precisa pero nunca protagonista; el piano, con un peso lírico que en momentos se volvía cinematográfico; y el contrabajo, que tejía los silencios como quien borda al borde del abismo. El bandoneón tiene ese que se yo…viste.

El legado que no envejece
Durante 75 minutos y a través de 15 composiciones, el Quinteto Astor Piazzolla rindió homenaje, con devoción pero sin solemnidad, al músico que revolucionó el tango para siempre. Obras como Milonga Loca, Triunfal, Contrabajissimo y Fugata fueron interpretadas con una intensidad que no apelaba al virtuosismo vacío, sino al carácter. No hay en esta formación espacio para el lucimiento gratuito: todo fluye como una sola criatura de cinco cabezas.

En Escualo, el violín se impuso con una garra casi rockera, mientras el piano lo contrarrestaba con delicadeza. El viento —ese inesperado sexto miembro del conjunto— se coló entre micrófonos durante varios pasajes, arrastrando consigo hojas del programa y aportando un efecto sonoro casi naturalista. “Se nos ha sumado un invitado no previsto”, bromeó el bandoneonista antes de Verano Porteño, que sonó como una tormenta contenida a punto de estallar.
Oblivion, Nonino y otras eternidades
Llegado el momento de Oblivion, la emoción fue tangible. El público, que hasta ese instante había escuchado con un respeto casi reverencial, dejó escapar algún suspiro aquí y allá. Las visuales acompañaban sin imponer, proyectadas sobre una de las paredes del cuartel: imágenes abstractas, luces tenues y símbolos lunares que dialogaban con los sonidos sin robarles protagonismo.

La ejecución de Adiós Nonino fue uno de los puntos más altos de la noche. Es en la mesura donde se ve la madurez artística, y este quinteto la tiene de sobra. Al terminar, el público rompió en un bravo unánime, prolongado y verdadero. Cómo durante toda la actuación.
Bis, clamores y despedida
Tras un breve silencio que se llenó de gritos de otra, otra, el quinteto regresó para ofrecer dos bises que se sienten más como manifiestos: Libertango y Decarísimo. Aquí sí hubo despegue total. Las manos golpeaban las piernas al ritmo del compás, cabezas que seguían los vaivenes melódicos, y una ovación final que retumbó en las paredes del Conde Duque como un eco de agradecimiento.
Con la última nota aún flotando en el aire, los músicos saludaron con humildad. Ningún discurso, solo gestos y miradas de complicidad entre ellos. Como si supieran que en noches así, lo mejor es dejar que la música hable por sí sola.

Una noche de luna y tango y estrellas que aplauden
Fue una velada con una profundidad que pocas veces se consigue en directo. El tango de Astor Piazzolla, tantas veces incomprendido en su tiempo, como Paco de Lucia y su incursión del cajón peruano en el flamenco, se revela hoy más vigente que nunca. Y el quinteto que lleva su nombre no solo lo mantiene vivo, sino que lo honra con rigor, sensibilidad y una entrega emocional sin fisuras.

El Quinteto Astor Piazzolla pasó por lo Veranos de la Villa y dejó una huella imborrable de tango, pasión y entrega.
Desde alguna platea remota, imaginaria o celeste y blanca, uno sospecha que el propio Piazzolla sonrió y aplaudió.