Madrid, lunes 13 de octubre de 2025 y el rock and roll encontró su apellido: Ultraligera. Fuera, el otoño. Dentro de La Riviera, el verano eterno del rock y su fuego inmortal. A las 21:05, la noche ya tenía nombre: Ultraligera. Desde el primer paso dentro del recinto, el ambiente respiraba algo más que expectativa. Se trataba de una sensación colectiva: la de estar en el sitio justo, en el momento preciso, y saberlo. Lo que estaba por ocurrir no era un simple concierto; era una celebración, una reafirmación de identidad. Era vivir una de esas experiencias vitales antes de morir.
Una escenografía imponente tomaba el protagonismo incluso antes del primer acorde. Al centro, una batería de gran altura, con el logo del grupo estampado en el bombo, se alzaba como un tótem. Escaleras laterales, luces que parecían estar vivas, un piano de cola solitario en un extremo del escenario y, en el otro, un sofá inglés que acabaría siendo confesionario, altar y trono. La disposición no dejaba lugar a dudas: aquí no se iba a escatimar nada.

Entrada como declaración de intenciones
La irrupción de los cinco integrantes no fue desde backstage, sino desde uno de los balcones de la sala y cruzando el público: Gisme, Coque, Santi y Martín, apoyados en vivo por Kash, descendieron desde la segunda planta, atravesando la sala con sus emblemáticas caretas blancas pertenecientes a su universo artístico. El griterío fue inmediato. Era una entrada ceremonial, al estilo de los viejos rituales del rock and roll. Subieron a escena y sin mediar palabra, clavaron La basura. Primera descarga. Primer rugido colectivo. El tempo quedó marcado: la noche no iba a dar tregua.

Desde ahí, el directo fue una montaña rusa emocional y eléctrica. La disposición escénica permitió que los músicos se movieran con soltura permanentemente, lo que se tradujo en una puesta en escena viva, dinámica y la pura intuición de una banda curtida. Van disparando con munición gruesa piezas como Si tu supieras y Mala manía.

Sin frenos ni filtros
Con Amor Amor, Gisme se dirigió al público Esto es con amigos, dijo, y no tardó en invitar al escenario al primero de ellos. Samurai, increíble e imponente y dando muestra de ser una cantante con voz de terciopelo, se sumó para una hipnótica Silla de mimbre, que marcó uno de los puntos más álgidos de la noche. Dos voces, un clima envolvente, y un público que acompañó en todo momento sin perder intensidad.
Barco de carga y El pueblo fueron descargas crudas, directas al pecho. En Europa, el tiempo se detuvo. Silencio absoluto en la sala antes de que el tema arrancara. Y arrancó dos veces, porque así lo marcó la colaboración con Gabriel de la Rosa, frontman de Shinova, que bordó una versión antológica, llevándose al público por delante en un estallido imposible de fingir.
El apartado más emocional llegó con Nunca nadie, con Diego en la voz y Carlos al piano. Fue un momento de calma aparente, casi acústico, que generó un efecto telaraña: nadie respiraba, todos atrapados. Ahí también apareció una fan subida al escenario para pedir una canción. No se lo pensaron. Se sentaron con ella en el sofá inglés y le susurraron San Valentín como si no hubiese nadie más en la sala. La emoción, desbordada, se volvió colectiva.

El rock también sabe sonreír
Ultraligera no solo ejecuta, también interpreta. Lo demuestran cuando Martín, el arquitecto rítmico del grupo, se bate a dúo de percusión con uno de sus compañeros, ambos aún con las caretas puestas. El público, encendido. Las luces blancas en ráfagas, los tatuajes de Gisme brillando como si ardieran en directo, y él mismo, corriendo por la sala mientras presentaba a sus camaradas de banda bajo las ya tradicionales palmeras del recinto.

Más adelante, cayeron himnos. El público los esperaba y los recibió como tal. Mierda de fiesta vibró en la voz colectiva cuando resonó esa frase ya célebre: Un pijo toca Wonderwall. Hasta el fondo mordió como se esperaba, con los decibelios al límite.
Para Tú no lo ves, el invitado fue Carlos Ares, guitarra, voz, y esa soltura natural de los que saben estar sin querer brillar más que la canción. La Riviera, a esa altura, era una olla hirviendo de euforia.

El final es solo el principio
Cuando llegaron los últimos temas, no había dudas: nadie quería que terminara. Pero lo hizo, y lo hizo bien. Con Recuerdos del baile, una marea de globos negros cayó sobre la audiencia mientras Gisme se ataba una corbata azul lanzada desde el público y bajaba del escenario. Cantó, saltó, se fundió con la gente junto a Coque y Santi. Volvieron al escenario en volandas. Fue un gesto más que simbólico: ellos y su público, uno solo.

El cierre fue una escena de película. Luces rojas, humo abundante y denso, una pareja de actores sobre el piano recreando una explosión de amor atómica. Mientras tanto, los personajes del universo visual de Ultraligera –sí, los de la portada de Pelo de Foca– los observaban desde el sofá en un lateral del stage. El último tema: Matanza en el hotel. Un final cargado, escénico, a la altura de un show que no escatimó en nada.

La Riviera, una noche que se repetirá
Dos horas exactas de rock vital, sin fisuras. Sonido pulido, luces de alto impacto, escenografía pensada y una banda que no se esconde demostrando talento, potencia y sabiduría escénica. Ultraligera demostró que se puede ser una familia sobre el escenario. La entrega fue total, y el resultado, también.

Cerraron su tercer show de cinco fechas agotadas en Madrid con la certeza de haber dejado una marca. Y no solo en la gente, también en esa biblia del rock que se sigue escribiendo, verso a verso, cada vez que alguien toca con alma.

El rock and roll está a salvo. Está vivo. Y, en 2025, se apellida Ultraligera.