Desde temprano, el ambiente se notaba especial. Eran poco más de las seis de la tarde y ya en las inmediaciones de La Riviera, esa sala con alma propia junto al río Manzanares, se percibía algo más que expectación. Los primeros fans de Xavier Rudd comenzaban a congregarse con calma, como si intuyeran que la noche sería de comunión, no solo de concierto. El propio artista australiano —descalzo, cercano, sonriente— apareció horas antes del show, tomándose fotos, firmando discos y agradeciendo con gestos sencillos lo que más tarde devolvería en canciones.
Calentando motores con Finojet
La primera sorpresa de la velada fue Finojet, hijo del propio Xavier Rudd, que subió al escenario con un aplomo inusual para alguien que se presenta en sociedad. No necesitó demasiado para encender al público. Su propuesta, un viaje emocional entre el indie rock y el folk contemporáneo, tiene textura, intención y una sensibilidad muy suya.

Con canciones como Teen gold country (boyfriend), Your Monaco o Jasper Jones, el joven músico —exintegrante de Calypso Cora— fue hilando un set breve pero potente, respaldado por una banda sólida y un puñado de buenas composiciones. El disco homónimo que venía a presentar fue bien recibido, especialmente por ese público atento que sabe cuándo está frente a un artista con algo que decir. Y Finojet lo tiene.
Un ritual en comunidad
Unos minutos después, el escenario comenzó a transformarse. En el centro, una fogata simbólica construida con troncos y piedras comenzaba a humear. Era una declaración de intenciones: la música de Xavier Rudd no solo se escucha, se comparte. A las 21 horas, con puntualidad ceremoniosa, apareció el protagonista, descalzo, con una armónica en los labios y un bombo marcando el primer latido de la noche.
Abrir con Let me be fue una elección precisa: conexión directa, sin rodeos. La voz cálida de Rudd, casi chamánica, se fundía con las palmas del público, que ya estaba completamente entregado. Luego vinieron Energy song y Culture bleeding, y la sala vibraba con esa mezcla de groove, mensaje y sensibilidad que ha hecho del australiano un artista de culto.
Su capacidad para alternar instrumentos impresiona: guitarra, teclado, bajo, slide guitar, percusión, y ese didgeridoo que suena como un eco ancestral. Todo en perfecta armonía. Pero más allá del virtuosismo, lo que conmueve es su forma de estar. Solo en escena, con los pies descalzos y la mirada abierta, parecía invocar algo más grande. Y lo hacía sin aspavientos.

La música como puente
Durante más de dos horas, Xavier Rudd navegó por toda su discografía, desde lo más conocido hasta lo más reciente. Storm boy, Ball and chain y Morning birds, del nuevo álbum Where to now, construyeron un tramo especialmente íntimo, con la sala en absoluto silencio, casi reverencial. En cada pausa, agradecía al público en un castellano sencillo: Estoy muy feliz de estar aquí, gracias por este cariño. Y era sincero. Se notaba.
La hoguera del escenario seguía encendida, como una señal viva del ritual que estábamos compartiendo. El público, que mezclaba generaciones y estéticas, respondió con una calidez y respeto que pocas veces se ven en conciertos de esta magnitud. Hubo quien lloró con Spirit bird, quien cerró los ojos con Come let go, y quien cantó con fuerza Follow the sun, uno de sus himnos más universales.

Xavier Rudd se despide de Madrid
Cuando sonaron Magic y la propia Where to now para cerrar el show, ya tocaban las 23 horas. El aplauso final no fue solo efusivo: fue sentido. Antes de concluir, quiero agradecer a SONDE3 por su profesionalidad representada en David Moya y a backgroundnoise, en especial a Sara Moreno por su labor y colaboración en todo momento.
Xavier Rudd dejó todo sobre el escenario. Literalmente. Su cuerpo, su voz, su mensaje. Fue uno de esos conciertos que no buscan deslumbrar, sino conectar. Que no imponen, sino invitan. Y que uno agradece haber vivido, porque se va de ahí mejor que como llegó.
Esperamos verlo pronto de nuevo en nuestro país.