Madrid, miércoles noche y guiados por Stanich, el respetable estuvo en una travesía sin mapa por su universo sonoro.
En su momento, Juan de la Cosa, ilustre cántabro, cartógrafo y navegante, trazó el mapa más antiguo del continente americano que aún se conserva. Quizás siguiendo la estela de aquel marino legendario, el polifacético Stanich nos condujo también por un viaje: un camino, un sendero, un laberinto de emociones delineado con precisión poética.
Cada canción fue una escala intermedia, una parada estratégica en un itinerario sonoro que culminó en el éxtasis —ese destino final e inefable— que envolvió la noche del miércoles en Madrid.
La Riviera, con su inconfundible aroma a historia musical madrileña, se convirtió en un territorio sin coordenadas precisas. Allí, entre alfombras de césped artificial, humo denso y luces que parecían abrir paso a una misa psicodélica, Ángel Stanich inauguró una gira sin nombre y, quizá por eso mismo, más libre que nunca. Eran poca mas de las nueve cuando el murmullo se transformó en rugido. En la penumbra, mientras sonaban los acordes de Twin Peaks Theme de Angelo Badalamenti, emergió el cántabro con su melena desbordada y su barba de peregrino moderno. El viaje comenzaba.

Un inicio con amor y electricidad en La Riviera
El primer golpe llegó con Os traigo amor, su último single. Desde ese instante, la noche tomó cuerpo de rito. El público —devoto, entusiasta, coral— respondió con una entrega que desbordaba las primeras filas. No hubo prólogo ni discursos: Stanich y su banda entraron directos a faena. En los teclados y guitarras, el quinteto sonaba compacto, afinado y crudo, con un sonido limpio y bien ecualizado, aunque por momentos, el volumen rozó una potencia desbordante, al menos desde mi posición.

El ambiente, teñido de una luz verde casi surreal, preparaba el terreno para la siguiente parada: un guiño a los acordes de Pink Floyd que derivó en Un día épico, coreada como si todos los presentes hubieran estado esperando justo ese momento. Nazario desató el karaoke colectivo. El estribillo, dedicado al mítico futbolista brasileño, funcionó como un exorcismo de júbilo: la sala entera saltaba, los brazos en alto, mientras Stanich sonreía entre la penumbra. En apenas tres temas, había trazado un mapa emocional que recorría distintas épocas de su carrera.
La ceremonia según Stanich
Cada concierto de Ángel Stanich tiene algo de rito místico y de jam rock. No hay llano posible en su directo: todo son subidas, desvíos, caídas en espiral. La guitarra, su eterna compañera, se funde con los teclados y una base rítmica que avanza como locomotora. En Hula Hula y Rey idiota, el sexteto (por momentos fueron seis sobre el escenario) se movió como una unidad viva, precisa, sin fisuras.
El público —una mezcla de fieles veteranos y curiosos recién llegados— alternaba la euforia con momentos de trance. En El volver, el cántabro bajó un punto la intensidad, transformando la Riviera en un valle introspectivo, un paréntesis emocional que respiraba belleza y melancolía. Su voz, siempre rasgada y única, perforaba el aire y las emociones a partes iguales.

Estrenos y rarezas sobre el escenario
La gran novedad de la noche llegó con He ido más allá, presentada en vivo por primera vez. Contra todo pronóstico, el público ya la cantaba entera, prueba de que su universo lírico se propaga rápido. Con una sonrisa socarrona, Stanich agradeció a los presentes por elegirnos entre la enorme y amplia oferta artística de la capital y, acto seguido, lanzó un aviso entre irónico y sincero: Vamos a tocar una temeridad. Tal vez sea un descarte del nuevo disco. El misterio se resolvió con El tití emperador, un tema nuevo que sonó a experimento lúdico y a promesa de futuro.
El clímax del set principal llegó con Carbura!, su himno, que hizo vibrar las palmeras metálicas de la sala. Con los últimos acordes, el artista desapareció tras bastidores, dejando al público en una ovación que parecía no tener final.
Bises encendidos y un cierre entre la gente
Tras unos minutos de espera, Ángel Stanich regresó a escena para unos bises de antología. Chevy 57, Escupe fuego y Metralleta Joe encendieron la recta final con la banda en modo volcánico. El público, ya rendido, se dejaba llevar por el caos descontrolado de una noche que rozaba la perfección.
El cierre llegó cerca de las once con Mátame camión. En los compases finales, Stanich rompió las leyes de la física y de la distancia: saltó del escenario y cantó entre los fans, absorbido por la marea humana que lo vitoreaba. No había fronteras entre músico y público, solo una comunión eufórica y cómplice.

Cuando las luces se encendieron y el humo empezó a disiparse, quedó la sensación de haber asistido a algo más que un concierto. Fue un viaje de ida sin destino, una celebración de la rareza y la autenticidad. En Madrid, Ángel Stanich no solo inauguró su gira sin bautizar, reafirmó una vez más, que su directo es de los más magnéticos del panorama nacional.
Antes de concluir quiero agradecer a mi compañera Rebecca Cabrera Galindo por su profesionalidad y trabajo, a Maite Moreno por su ayuda en todo momento y al personal del recinto por su colaboración continúa.
Al final del show, las históricas palmeras de la sala me susurraron al oído: Stanich no necesita nombre para su gira ya que sus conciertos, son una marca registrada en la música española.



