El cine italiano tiene ese toque especial que se me hace tan familiar al ver muchos de sus filmes. He disfrutado enormemente las historias contadas por Tornatore, Fellini, Visconti, De Sica, Scola y, más recientemente, Paolo Sorrentino, heredero de toda esa desfachatez característica del cine italiano.
Sorrentino nos ha regalado joyas diferentes entre sí: La gran belleza, Il divo, Youth, y series como The Young Pope. Ahora nos trae su creación más íntima, cargada de sus risas, su dolor y los aromas de la juventud. En fin, una biografía plasmada para la gran pantalla o nuestros televisores.
«Fue la mano de Dios» es un examen de conciencia que hace Sorrentino. Nos lleva a su ciudad natal, Nápoles, en los ochenta, para que vivamos a través de los ojos de Fabietto toda la metamorfosis de la adolescencia a la adultez. Y vaya manera de hacerlo. El inicio del filme es ya un gran aperitivo, una especie de sobrevuelo de Dios sobre la ciudad, para dar paso a una cátedra de encuadres maravillosos, delicados y hermosos cargados de un singularidad magnánima. Sí, suena incongruente, pero lo cotidiano Sorrentino lo convierte en arte puro. Es realismo mágico en el cine.
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