Un estudio realizado por Deezer e Ipsos ha confirmado lo que la industria temía: la música creada por IA es prácticamente indistinguible de las composiciones humanas para el oído promedio. La encuesta consultó a 9,000 personas en ocho países y el resultado fue categórico: el 97% de los participantes falló en identificar las pistas generadas por algoritmos.
La prueba consistió en identificar cuál de tres composiciones era artificial. La ceguera auditiva fue tan evidente que más de la mitad (52%) de los encuestados se declaró incómodo tras no poder notar la diferencia. Un 71% adicional se sintió impactado al conocer la verdad sobre lo que habían escuchado.
A pesar de la sorpresa, la curiosidad no desaparece. Un 66% del público afirma que escucharía estos temas al menos una vez, aunque la desconfianza es alta: solo el 19% confía en la tecnología para crear canciones auténticas.
El temor principal, citado por el 51% de los participantes, es que esta proliferación desemboque en música genérica y de baja calidad, generando una pérdida de creatividad en la producción.
La realidad de las plataformas de streaming
La tecnología ya no es una promesa, es una realidad que satura el streaming. Las cifras de Deezer muestran que el 34% de las canciones que suben diariamente a su plataforma son generadas íntegramente por IA, una avalancha que supera las 50,000 pistas cada 24 horas.
Esto ha propiciado casos virales como la «banda» The Velvet Sundown, que acumuló 400 mil oyentes en Spotify. Sin embargo, Deezer ha revelado que hasta el 70% de esas reproducciones sintéticas son fraudulentas, obligando a las plataformas a implementar detectores y filtros.
Los datos, como concluye Alexis Lanternier, CEO de Deezer, son claros: el público desea transparencia. Un 73% de los usuarios de streaming quieren saber si están escuchando o si se les está recomendando una canción generada por IA, exigiendo el derecho a filtrar el contenido que consumen.
En un escenario donde la inteligencia artificial ya superó la prueba auditiva, la discusión deja de ser tecnológica para volverse ética. No se trata de frenar el avance, sino de exigir reglas claras, modelos transparentes y un ecosistema donde la creatividad humana no quede sepultada bajo millones de pistas sintéticas. La música siempre ha sido un refugio emocional; ahora toca decidir quién —o qué— tendrá permiso para habitarlo.




